Fuera
del Paraíso, hay que ser ciudadano activo
… La comunidad representa el tipo de
mundo al que por desgracia no podemos acceder, pero que deseamos con todas
nuestras fuerzas habitar y del que esperamos volver a tomar posesión
Zygmunt Bauman (2003)
Comunidad
En la mitología griega y en las
explicaciones católicas sobre la suerte de la humanidad están las grandes
claves que permiten entender por qué ser ciudadano implica una condición de
conciencia y responsabilidad que, a su vez, constituye un punto de no retorno.
Tánatos, que era el hijo de Zeus
y Plutón y tenía tan buenas relaciones con los dioses que estaba
permanentemente invitado a comer en su mesa, cometió un crimen que jamás le
sería perdonado. Robó algo de ambrosía y
la repartió entre sus amigos mortales, a quienes, además, reveló secretos de
los dioses. Ambos tesoros (ambrosía y
conocimiento) estaban vedados a los mortales y sólo podían ser gozados por los
dioses como parte de sus dones exclusivos: de ambos elementos dependía
directamente el poder del Olimpo.
El castigo fue ejemplar: quedó
para siempre sumergido hasta el cuello en un río con un racimo de jugosas
frutas sobre su cabeza. Cada vez que necesitaba beber agua para calmar la sed,
el agua se retiraba conforme su cabeza se acercaba a ella; y cuando iba a coger
algo de fruta para saciar el hambre la rama se apartaba hasta quedar fuera de
su alcance[1].
El mensaje de este mito es claro:
uno no puede ser inconsciente y despreocupadamente feliz sino mientras conserva
la inocencia... Es decir, puede ser
feliz mientras no tome conciencia de cada cosa a la que debe la felicidad,
mientras no intente controlar cada uno de esos elementos sino que permita que
le sean dados en la medida en que alguien más lo decida.
Y en esto coincide también el
dios judío, como queda explicado con la historia de Adán y Eva. El castigo que
sufren ellos por comer del árbol del conocimiento fue la expulsión de un
paraíso que era tal porque en él podían vivir sin tener que preocuparse por
hacer elecciones de las que dependiera su felicidad o infelicidad[2]. Por eso el castigo eterno supuso la
imposibilidad de volver, pues no habría sudor en la frente ni trabajo propio
capaz de reconquistar ese estado de ingenua felicidad.
Pues bien, aunque parece un
inicio dramático capaz de enlodar toda euforia por los sistemas actuales de
convivencia, lo cierto es que los mitos son muy útiles para explicar asuntos
complejos. Tanto Tánatos como Adán y
Eva, después de abandonar el estado de inconsciencia que les permitía una
felicidad plena, quedarían sumidos en el mundo de las decisiones, en donde el
destino propio sólo depende de las decisiones y actuaciones propias
(individuales o colectivas) y no del capricho de los dioses.
Eso, más o menos, significa
asumir la ciudadanía en un contexto democrático: ningún ciudadano puede
desentenderse de sus destinos en ninguno de los dos escenarios de la vida
social: ni en el escenario político, ni en el personal que está inevitablemente
atado a la suerte colectiva definida en el político.
La asunción responsable de la
ciudadanía trae consigo el deber de conocer, de tomar parte, de implicarse, de
controlar y exigir. Porque son esas las decisiones que corresponden a los
individuos en toda democracia. En efecto, las decisiones sobre la felicidad o
el destino de los pueblos están en manos de los pueblos mismos, que formulan
mandatos a sus gobernantes para que representen y protejan sus interese, cerrándoles
el paso hacia el poder divino de decidir sobre sus vidas. Es, sin duda, una
carga de responsabilidad que no admite ingenuidad y que, por eso, significa un
punto de no retorno a la cómoda dependencia e irresponsabilidad de la minoría
de edad.
Algunos dirán que la democracia
tiene como costo la felicidad de sus ciudadanos. Es posible afirmar que, puede
ser más ingenuamente feliz quién no
ha conocido la libertad y en esa medida
tampoco la responsabilidad de decidir sobre sí mismo como primer garante de su
esfera vital. Y no es una figura
imaginaria: en el mundo hay masas considerables de no-sujetos felices y
alienados.
En efecto, los mejores
productores en masa de proto-ciudadanos
son los regímenes opacos y opresores, que sacrifican la libertad a
cambio de promesas de seguridad. Estos regímenes son máquinas perfectas de
ocultación de información, alienación de voluntades, y aniquilamiento de
autonomías. A pesar de eso, con
frecuencia conquistan la aceptación de sus pueblos porque venden el miedo, y
luego se presentan como los únicos capaces de ofrecer niveles mínimos de comodidad
y seguridad[3] a costa
de una larga serie de privaciones de cuya eficacia depende la vigencia de la
inconsciencia colectiva.
Hay que preferir la democracia
auténtica. No porque sea un sistema perfecto, o que se acerque a serlo, sino
porque no hay otro aún que sea más compatible con la protección de los derechos
humanos[4].
Pero igual que la historia, los derechos y la democracia no operan de manera
espontánea y naturalmente progresiva… su pervivencia y correcta adecuación
dependerá, justamente, de la activa intervención de los ciudadanos.
En efecto, las dinámicas del
mundo no son automáticas. Hay siempre agentes, intereses y razones tras los
eventos y los fenómenos, sean éstos sociales, políticos, económicos o
naturales, sean globales, nacionales, locales o deslocalizados. Y uno de los agentes definitivos es el
ciudadano como parte de la comunidad social (no como átomo aislado de los
demás), cuya pasividad juega tanto y tan determinantemente como su actividad.
Es cierto que la obsesión por la
modernización ha llevado a la mayoría de Estados a ceder ante otras fuerzas que
desplazan las lógicas democráticas y de los derechos. En ese contexto tiene
razón el profesor Bauman cuando afirma que el mundo ha desarrollado dos
inmensas industrias:
Una de esas
industrias es la del orden, que sólo puede conseguirse a fuerza de producir
desechos humanos de forma masiva, formados por los que no se adaptan, por los
excluidos del reino de la sociedad cabal y ordenada, es decir “normal”. La otra
industria, llamada “progreso económico” regurgita grandes cantidades de sobras humanas: seres
humanos para los cuales no hay lugar en la “economía”, que no tienen ningún
papel útil que desempeñar y ninguna oportunidad de ganarse la vida, al menos de
hacerlo de acuerdo con lo que se considera legal, se recomienda o simplemente
se tolera[5]…
(Y) los
Estados actuales son incapaces de
prometer (y/o no quieren prometer) a sus ciudadanos seguridad existencial (“el
derecho a vivir en paz”, de acuerdo con la célebre expresión de Franklin Delano
Roosevelt). Disfrutar de la seguridad existencial, obtener y mantener un lugar
digno en la sociedad humana y evitar la amenaza de la exclusión, son cosas que
en la actualidad corren por cuenta de las capacidades y los recursos de cada
individuo.
De hecho, el Estado Social de
Derecho ha sido la apuesta más dura de
la historia jurídica y política del mundo, para enfrentar esas industrias, obligando la progresiva
retirada y la posterior eliminación de las prácticas de exclusión social. Pero el propio Estado Social está siendo
desmantelado[6] ante los
ojos de todos.
Ante estas advertencias hay dos
opciones: la indignación infinitamente paciente, o el ejercicio activo de la
ciudadanía para reparar la democracia que ya nos fue dada y que ha ido
perdiendo aristas por los permanentes choques contra versiones antisociales de
sistemas económicos, o contra dinámicas perversas de algunos núcleos de poder.
A
empuñar los derechos
Angelus Novus (Paul Klee)
El Ángel de la Historia
(W.Benjamin)
Su faz está vuelta al pasado. Lo que a nosotros nos
parece una cadena de acontecimientos, él lo ve como una única catástrofe que
amontona incesantemente ruina sobre ruina, arrojándosela ante los pies. Él
querría detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero
desde el Paraíso sopla una tempestad que atrapa sus alas y que es tan fuerte
que ya no le deja cerrarlas. Esta tempestad le arrastra constantemente hacia el
futuro, al que le da la espalda, mientras que el montón de ruinas que tiene
ante él crece hasta el cielo.
Walter Benjamin (1940)
Tesis sobre la
filosofía de la historia
Tesis IX
Las tesis sobre la historia de W.
Benjamin interpelan con especial agudeza la realidad colombiana: la historia no
es lineal ni acumulativa, y lo que hace que el hombre se mueva hacia el futuro
generando cambios históricos es la necesidad de huir de los cadáveres esparcidos por los campos de batalla del pasado[7].
Por eso, el Ángel de la Historia
mira hacia atrás, para no olvidar que es mejor seguir hacia el futuro aunque no
tenga claro -en absoluto- que el progreso no vaya a traer otros imprevistos y
motivos de preocupación. Ese Ángel
siempre sigue, no se detiene porque aún no encuentra nada suficientemente
perfecto como para fijar su mirada y suspender los cambios históricos que otros
leen después como evolución.
La Transición colombiana que se
forja desde ahora, se parece mucho a este Ángel de la Historia porque responde
a la convicción colectiva de que debemos huir, frenéticamente si hace falta, de
nuestro pasado de horrores y guerras. Pero se diferencia de él en que sus
agentes habrán de ser activos: ciudadanos en ejercicio de sus derechos, los mismos
que fueron conquistados con la disciplina de las luchas sociales de
reconocimiento y que ahora deben ser resucitados de una larga agonía, mediante
luchas diferentes. Puede que baste por ahora con los derechos reconocidos, pero
no es suficiente (ni medianamente) su nivel de satisfacción.
Por discutible y debatido que sea
el concepto de “progreso”, aquí sí se puede afirmar que aquél hacia el que nos
movemos en esta transición, debe ser uno forjado a punta del ejercicio activo
de los derechos, de la fuerza de la exigencia mediante una democracia militante
que descarte igual la queja pasiva que la autotutela violenta.
La principal responsabilidad
ciudadana en la transición consistirá, entonces, en asegurar que ésta sea sólo
una etapa, que empiece siendo una transición y termine consolidando un Estado
de Derecho en toda regla. Esa meta sólo podrá alcanzarse si los ciudadanos toman
posesión de su condición, se liberan del sometimiento y la voluntad ajena
(armada o impuesta por otras vías arbitrarias) y asumen conscientemente la importancia de
ejercer activamente sus derechos, especialmente aquellos que le ha han sido
negados y violados sistemáticamente.
La ciudadanía que agencie y
conduzca esta transición deberá ejercer con mucha disciplina sus derechos políticos,
a la libertad de expresión y todas las formas posibles de participación. Estos derechos no sólo son fundamentales para
demandar respuestas políticas oportunas y adecuadas, sino que también son
esenciales para la propia formulación de las necesidades económicas y sociales
que se reivindican[8].
De hecho, en 1990 y 1991, cuando
también recorrimos los caminos de una transición sellada mediante la expedición
de la Constitución Política de ese último año, se apostó por fortalecer y
profundizar la democracia participativa.
Esa apuesta quedó plasmada en la Constitución como un mandato general de extender la democracia en
distintas dimensiones: ampliar su espectro electoral, irrumpir en los demás
procesos públicos y sociales de adopción de decisiones y modelar aquellos en
los que se concentren poderes que interesen a la comunidad por la influencia que puedan tener en su vida
social y personal
Como se intuye, pues, esta
transición de la guerra a la paz no es la única que se avecina. Se acompañará
de otras transiciones en distintos campos de la vida social y económica del
país. De ellas, la más importante será la transición hacia esa consciencia
democrática de la ciudadanía. No se
trata de que el peso de reparar la fracturada nación colombiana caiga sobre los
hombros de los ciudadanos para liberar al Establecimiento de su
responsabilidad. No. Y de hecho la Corte Constitucional desde muy pronto
entendió esta preocupación y la despejo con claridad:
La
democratización del Estado y de la sociedad que prescribe la Constitución no es
independiente de un progresivo y constante esfuerzo de construcción histórica
que compromete a los colombianos –en mayor grado, desde luego a las
instituciones públicas y a los sujetos privados que detentan posiciones de
poder social o político- y de cuyo resultado se derivará la mayor o menor legitimidad
de las instituciones, no menos que la vigencia material de la Carta y la
consecución y consolidación de la paz pública[9].
Se trata, entonces, de recuperar
la razón republicana del Estado: el ejercicio de los derechos, la participación
directa en el poder y el control de los resultados que se esperan razonadamente
de quienes son investidos como representantes de las mayorías.
Se trata de asimilar que después
de cinco décadas de guerra, el Estado colombiano está agrietado, que amenaza
ruina y que es tiempo de volver a levantarlo. Se trata de tomar consciencia de
que si queremos un futuro menos dramático que nuestro pasado, si queremos que
el Estado sea fuerte y capaz de incluir a todos sus pobladores, si queremos que
el cúmulo de tragedia sea reemplazado por la sensación de paz pública, no queda
más remedio que participar en esa obra colectiva. Ejerciendo la ciudadanía,
exigiendo al Estado, educándolo, refundándolo.
Por eso, todos los colombianos
tendríamos que suscribir esta afirmación de la Corte Constitucional:
El principio
de participación democrática necesita un modelo de comportamiento social y
político fundamentado en los principios del pluralismo, la tolerancia, la
protección de los derechos y libertades así como en una gran responsabilidad de
los ciudadanos en la definición del destino colectivo[10]
Suscribirla sí, pero ejecutarla también y
sobre todo.
[1] Por eso cuando alguien ha estado a punto de conseguir
algo que ha buscado con mucho esmero y su éxito se frustra cuando más cerca
estuvo de alcanzarlo, se dice popularmente que padeció el suplicio de Tántalo.
[2] Esta interpretación y un análisis muy concienzudo
sobre su relación con la noción de comunidad, en Zygmunt Bauman (2003), Comunidad. En busca de seguridad en un mundo
hostil, Siglo XXI de España
Editores, Madrid
[3] Para una
explicación sobre cómo funciona el miedo y el desmantelamiento del Estado Social
de derecho ver, Zygmunt Bauman (2010), El
tiempo apremia. Conversaciones con Citali Rovirosa Madrazo¸ Arcadia,
Barcelona
[4] En ese sentido ver Flavia Piovesan (2004), “Los retos de la sociedad civil en la defensa de los derechos, económicos, sociales y culturales”, en Revista IIDH 40 Julio-Diciembre
[5] Zygmunt Bauman (2010), El tiempo apremia, Op. Cit, P 127.
[6] Zygmunt Bauman (2010), El tiempo apremia, Op. Cit, P 127.
[7] Zygmunt Bauman (2003), Comunidad. En busca de seguridad en un mundo hostil, Op Cit[8] Amartya Senm (2003), Prólogo
al libro Patholgies of power de Paul Farmer, Berkely, University of
California Press, Oakland.
[9] Corte
Constitucional, Sentencia C-089 de 1994
[10] Corte Constitucional, Sentencia C-180 de 1994
[4] En ese sentido ver Flavia Piovesan (2004), “Los retos de la sociedad civil en la defensa de los derechos, económicos, sociales y culturales”, en Revista IIDH 40 Julio-Diciembre
[5] Zygmunt Bauman (2010), El tiempo apremia, Op. Cit, P 127.
[6] Zygmunt Bauman (2010), El tiempo apremia, Op. Cit, P 127.
[10] Corte Constitucional, Sentencia C-180 de 1994