viernes, agosto 22, 2014

guacal



guacal

En Bogotá, ciudad enloquecida como ninguna, me muevo en bicicleta. Quienes hemos optado por esa forma de vivir la movilidad tenemos grandes ventajas. De todas ellas la que a mí más me motiva es que la bicicleta no tiene ventanillas, ni puertas, ni bloqueos o alarmas que impidan el contacto con la calle. 
Bogotá es una ciudad altiva, casquivana, desordenada, sin disciplina.  Nadie ha domado jamás a esta bestia que tiene tanto de fantasía y esperanza, como de purgatorio y desesperación.  Por eso me gusta.  Y por eso prefiero recorrerla cada día en bicicleta.
Como los bogotanos de carro son individualistas militantes y radicales, incapaces de asumir el mundo exterior con normalidad, la bicicleta trae consigo el riesgo de hacerse invisible para varios miles de potenciales homicidas culposos.  Por eso, en los cruces peligrosos, somos muchos los que buscamos compañía, y a veces nos movemos como un cardumen de ciclistas urbanos de las más variadas estirpes. 
Otras veces, me escudo detrás de esas inmensas carretas de madera tiradas por un reciclador que carga pilas perfectas de cajas de cartón o de guacales ya utilizados.  Una de esas veces, vi que con la carreta iban dos perros muy simpáticos. Uno iba tumbado con los guacales sacando el hocico como si fuera en un recorrido turístico. Y el otro iba al lado de su amo caminando a su paso.  El reciclador se paró justo después del cruce y yo tuve que hacer lo mismo detrás de él.
Le pregunté si los dos perritos eran suyos.  Me contó que la perra que iba echada como una reina era muy hambrienta y perezosa, y que la otra lo acompañaba siempre andando y hasta ya sabía encontrar guacales por ahí. Que le avisaba donde estaban.  Esa conversación fue la disculpa para una visita de más de una hora en la que me contó su vida.
El hombre, de aproximadamente treinta años según me dijo, había sido Cabo del ejército. Esa semana celebraba en soledad que a sus compañeros los estaban ascendiendo al grado de Cabo Segundo.  Él, mientras tanto, se dedica al negocio independiente de vender a unos doscientos pesos cada guacal grande y a cerca de ciento cincuenta cada uno de los pequeños. Así, se hace aproximadamente cincuenta mil pesos semanales en promedio y dice que vive bien. 
Ya siendo Cabo, en su época de militar activo, lo mandaron a Nariño.  En ese tiempo conoció a un personaje que le enseñó el negocio al que se dedicaría en adelante: después de los ejercicios de tiro quedaba munición por ahí perdida o en desorden que se podía recuperar para hacerse unos pesitos vendiéndola al mejor postor. 
El hombre aprendió el negocio. Su amigo lo puso en contacto con distintos clientes. Unas veces eran de la guerrilla, y otras veces eran paramilitares.  Él no sabía ni le importaba de qué frente eran ni si utilizarían la munición contra él mismo.  Su finalidad era el ahorro. Tener platica para tomarse unas cervezas los días de descanso, y poder invitar a alguna muchacha a pasar el rato.
Al final, encontró un distribuidor que le compraba el material. Ganaba mejor que vendiendo directamente a los actores armados, y además así él no tenía que verse con esa gente. Que siempre era medio miedoso.  Ese distribuidor también era militar, y era el complemento perfecto para el negocio.
El reparto de cargas para ese trabajo era claro.  Uno de los que estaba en la movida recogía el material y lo metía en alguna caja o bolsa para guardarlo.  Otro lo escondía en su habitación y lo entregaba al distribuidor.  El distribuidor pagaba por adelantado y era el que entregaba la munición al cliente final.
Un día antes de sus vacaciones, el Cabo escondió el material en su habitación y lo dejó ahí bajo llave.  Salió por la noche a tomar unas cervezas porque era domingo. En el sitio de la cerveza se encontró con el distribuidor y pactaron el negocio.  Pero el Cabo le entregaría el material después de vacaciones, porque ya en ese momento no había cómo hacer el cruce. En todo caso, para asegurarse el cliente, el Cabo le explicó que tenía todo a buen resguardo.
El Cabo salió feliz el lunes a vacaciones y se fue al odontólogo, porque estaba en el programa de operación sonrisa y tenía el último control antes de irse a su ciudad natal.  Cuando estaba en la sala de espera lo llamaron al celular y le dijeron que se presentara. Él dijo que estaba en vacaciones, que cualquier cosa la arreglaba a la vuelta.  Media hora después llegaron al consultorio odontológico y lo llevaron preso.  Su distribuidor lo había delatado.
Según cuenta, salió de prisión porque no le imputaron el delito formalmente en el tiempo debido y el abogado de oficio lo sacó.  Ahí la historia se vuelve culebrera. Según dice, fue a un batallón de reclutamiento en Bogotá, porque ahí trabajaba un Mayor que lo tenía en buen concepto. Pero la visita le salió mal. Su amigo no estaba y lo recibió alguien que le cantó las siete tablas y lo sacó de patitas a la calle.  Según él, fue ahí que le retuvieron su cédula de ciudadanía y nunca más la volvió a ver.
Él dice que es feliz indocumentado.  Que le gusta que nadie sepa quién es.  Pero le preocupa que sin cédula no lo atienden en ningún centro médico.  Para completar, el ex Cabo tiene leishmaniasis.  En el ejército había superado el primer ciclo de tratamientos y sus llagas habían desaparecido. Él, un consumidor de marihuana de toda la vida, cree que las heridas se curaron gracias a su propia terapia, que consistía en dejar el cigarrillo cerca de la herida después de cada copio y soplarse el humo sobre ella.
La percepción de su propia historia me impresionó mucho. El problema no era que se hubiese visto envuelto en un negocio de venta de munición oficial a actores irregulares. Incluso su padecimiento por las nuevas fístulas y llagas que le martirizan, y el agotamiento causado por la enfermedad que le impide hacer fuerza y “rendir bien” en su trabajo, son preocupaciones secundarias.  El problema que le quitaba el sueño es que lo habían llevado preso estando en el odontólogo, que ese no era un sitio para detener a nadie y que él nunca ha entendido bien por qué lo encerraron.
Él quería que yo lo ayudara.  Me contó todo eso porque me preguntó yo que profesión tenía y a qué me dedicaba.  Y yo sólo podía decirle que lo único importante era no morirse de leishmaniasis en su casa. Lograr que lo atendieran en alguna parte. Pero a él eso le parecía un tema menor. Intenté explicarle que los delitos por los que estaba investigado eran de mucha entidad, que lo de “tumbar ese proceso” no era tan fácil como él se imaginaba, que lo que había hecho era grave, que se había metido en un problema mayor. Intenté hacerle entender que yo no era penalista.  Lo remití al consultorio jurídico de la universidad –en donde al otro día lo dejé recomendado por si iba- con la doble certeza de que no aparecería y de que en cualquier caso todos se escandalizarían y no harían nada por él.
Mientras comíamos en el bordillo de la acera un sánduche que nos vendieron en un carrito de comidas, lo oía con atención. Me parecía estar con la encarnación de la Colombia secreta. La Colombia que tiene como madre a la guerra y como padre a la miseria. Él es lo que hemos parido todos, es el vértigo de la estrechez de futuro con que viven nuestros jóvenes. Él es el espejo de la conciencia colectiva del rebusque, del qué le vamos a hacer, del deje así.  Él es la confusión y el caos de nuestra historia.
Y seguramente es uno, sólo uno, de tantos colombianos que han alimentado las armas que escupen muerte y desesperanza.  Él lo hizo por el rebusque, por la opacidad de horizontes, por la ceguera de la inmediatez, por inconsciencia, por deshonestidad, por ser un desnortado. Por lo que sea. Pero él es uno.  Uno de abajo que –torpe- le daba balas al otro que un día le iba a llenar de plomo el espinazo.  Pero insisto, es uno de tantos.
Mientras comíamos y lo escuchaba, pensaba en los demás que también desde arriba han alimentado a esta guerra monstruosa paridora de desesperanzados, de condenados. Pensaba en esos que no están recogiendo cajas en la calle. Que nunca van a conocer a este chico arruinado, errante. Que no querrán saber que él existe, y mucho menos que no es un caso aislado, sino que es un prototípico agente multiplicador –y víctima- del Error colombiano.  
Este joven es una foto fija de la Colombia que nadie quiere ver. Él es la suerte social de todos los invisibles.  Él es la Colombia para la que nadie está preparado; la que va a despertarnos cada mañana con sus contradicciones, haciendo que el tan deseado posconflicto parezca un fantasma aterrado. 
Después de comer ese algo con él, nos despedimos. Me monté en la bici, y un poco más adelante me volví para decirle adiós con la mano.  Ya no me miraba, pero yo pude verlo de nuevo. Vi como cargaba esa carreta y todo su pasado a cuestas.  Y vi clarísimo que él es el retrato de lo que será nuestra transición.