martes, mayo 13, 2014

busetizando


En bogotá existen varias formas de transportarse. La favorita de las clases media y alta es el carro particular. Prefieren colapsar la ciudad antes que compartir espacios cerrados con otras personas. Pero hay otras varias. La bici, el transmilenio (único sistema público de transporte organizado -que necesita un chute de hormonas de crecimiento porque se quedó enano frente a la cantidad de usuarios que lo prefieren), o las famosísimas busetas que son como unos buses de talla menor, que funcionan de acuerdo con el carácter de su conductor y la vista aguda de su ayudante.
Si el primero está más o menos cabreado con la vida, pone en juego la integridad de pasajeros, peatones y demás coches con cada maniobra para recoger a cualquiera que en una acera levante la mano, siempre que el segundo le avise uno o dos segundos antes de dejar al potencial pasajero atrás. Son como unos taxis gigantes colectivos y adornados en cristales y silletería con el mejor arte urbano que uno pueda imaginar, sacro o profano, fantástico o hiperrealista..
Una vez está uno dentro de una buseta pueden pasar muchas cosas. La mejor, la que siempre espero, es el chance de disfrutar un poco de espectáculo.  El arte callejero se busetizó hace años. Hay guitarristas de muchas regiones del país, poetas casi siempre tristones e inacabados, actores de teatro, mimos expertísimos en sonrojar chicas y deseperar a telefonoadictos, cuenteros de los mejores, enfermos sin recursos que exponen sus diagnósticos médicos con tanto histrionismo que hacen parte del reparto, exconvictos que aprendieron a cantar a capela en sus años de prisión, hasta hombres orquesta que -a pesar de los volantazos en látigo del busetero- pueden tenerse en pie  y tocar afinado una armadura instrumental compuesta de tambores, panderetas, dulzaina, marimba y acordeón. He visto muchos buspectáculos, y siempre disfruto y pago por el privilegio de haber tenido un ratito de talento (o de esfuerzo).
Pero la ruleta del destino me soprendió ayer.  Subieron a mi buseta dos hermanos. Uno tendría 10 años y el otro escasos 5 y un metro de estatura, calveado por un "ataque de piojos" -me dijo-. El menor sacó del bolsillo de su pantalón una pagina doblada en ocho partes, con pegatinas pequeñísimas de caritas felices púrpuras. El mayor superó el ruido del motor de la buseta y anunció su intervención con dos frases perfectas:  "Perdonen que los interrumpa. Mi hermanito pasará entregándoles unas caritas muy especiales sin ningún costo distinto al que quieran darle ustedes con una o dos monedas que tengan a la mano", Mientras tanto el hermanito empezó la primera escena de la obra: pasaba pegando las caritas (más pequeñas que una moneda de cincuenta pesos) con todas sus fuerzas sobre brazos, antebrazos, piernas, tetas o cuellos según le diera su estatura e impulso. Enseguida, de un morral que llevaba a la espalda, el mayor sacó un artefacto   verde pastel. Era una especie de grabadora - bafle con un botón negro en un extremo que apretó e hizo sonar una pieza de pop romántico en alguna lengua balcánica. Cuando la cantante cesó su trabalenguas, siguió la música y empezaron ellos dos a cantar y bailar -perfectamente coordinados- un rap de unos tres minutos que acababa proclamando "no-nos-gusta-el-reguetón que trata a la-mujeres como chi-ca-baratas, por eso preferimos venir a improvisar y a esa grosería po-ner-le la tapa".
El público frenético aplaudía y esculcaba bolsos y bolsillos para premiar a dos niños en edad de escolarización, que por la hora podrían haber salido ya de sus escuelas para dedicar la tarde a busetizar su talento para asegurar el pan y la leche del día siguiente.

Retomo este espacio después de varios meses (¿años?)... y recupero -gracias a un amigo- un post viejo de mi primer blog:

HURTO


No tengo internet en casa. O, mejor dicho, no tengo chance para el hurto famélico electrónico, porque algún vigilante-hacker con glándulas de la sensibilidad-industrial hiperquinéticas e hiperestimuladas, me bloqueó el acceso a las redes inalámbricas que se colaban cómodamente en un lado de nuestra mini-mesa de comedor. El hacker guardián, para evitar el tipo penal continuado, implantó algún ofendículo rudísimo que, ahora, me obliga a salir de casa en busca de redes flotantes en los andenes.
He descubierto un par de esquinas con sombra y banquitas en las que puedo cometer mi hurto famélico con comodidad –en invierno otro gallo cantará-.
Fui a una de esas esquinas y desenfundé mi computador. Lo puse sobre las piernas y compartí con “Rosario” su señal –sin que ella se diera cuenta y sin privarla del servicio o desmejorar su calidad; por eso, sigo sin enteder por qué carajos llaman a eso robar. Si acaso gorriar, digo yo-.
Ahí estaba, conectada a mis audífonos que me cantaban porros y vallenatos en versión i-pod (esas vainas que le dan a uno si vive lejos), cuando sentí un olor fortísimo. Volteé. La fuente: Una señora, rayando 80 navidades.
Sentadita a mi lado, me estaba hablando hacía rato, pero yo no la oía detrás de tanta tuba y acordeón. Cuando me quité los audifónos la vi mejor. Eso me pasa con frecuencia (que veo peor con los audífonos puestos).
Era rellenita, canosa, de cara redonda, y bastante más bajita que yo. Tenía un vestido blanco amarillento, de falda abombada, y unas alpargatas de tela –raídas- que lucía con gracia.
A mi lado tenía las piernas, regordetas y muy blancas, estiradas hasta el andén. Estaba sentada en el borde de la banca, como si tuviera prisa. Parecía que el calor iba a reventar todas sus venas varices. Ponerse cómoda no le interesaba, pero estaba calmadísima y la curiosidad la mataba.
Primero me dijo que si le dejaba dinero para el bus. Cuando le dije que no tenía ni una moneda (lo juro, no tenía) me habló de lo que de verdad la motivó a sentarse conmigo: -miró fijamente mi computador y arrancó- Que qué era eso, que se parecía a lo que usaban las niñas de la compra cuando ella pagaba, que si era lo mismo, que si era para manejar y guardar el dinero, que si le dejaba algo para el bus –ella hiló fino-. Sonrió. En el lugar del canino inferior izquierdo tenía un muñoncito marrón que la hacía ver más dulce aún.
Yo le explique. Le dije que no, que sí era parecido a lo que tienen las señoritas de La Compra pero que no era igual.
Le juré que no era para manejar el dinero pero ella seguía desconfiando, ella sabía –s a b í a- que en alguna parte estaba la plata.
Yo le expliqué que los computadores, “o sea esto”, eran para escribir y que uno podía hacer varias cosas en ellos, porque eran unas maquinas que tenían programas para facilitar lo que antes hacía la gente con más esfuerzo y gastando más tiempo.
No me creyó nada.
Mascullo “programas!” (maldita limitación lingüística del progreso, no pude reemplazar esa palabra por una que no pareciera inventada!) qué es eso, no sé, yo no entiendo. N o c r e o. A mí me parece que es de los mismos de la compra. Antes yo iba a la Compra y no había tantas tontadas, boberías de esas, como ahora.
Y yo insistí, que no, que es que este no es de los de la compra. Por su manera de mirarme, cualquiera diría que no se lo había mencionado antes. Con los ojos me pidió a gritos que la dejara jugar, tocar, presionar botones. Pero no sé qué diablo avaro se apoderó de mí: Hice caso omiso de su señal. Supuse que ella no sería capaz de pedírmelo expresamente y aún así, no dije ni mú.
No se lo presté. Pudo ser porque todavía yo creía que ella buscaría o rompería cualquier parte del ordenador hasta que saliera el dinero de la caja. No me ovidaba aún de que ella s a b í a que ahí había billetes o, en el peor de los casos, monedas.
Nos quedamos calladas. Fue incómodo porque yo sabía que ella quería jugar y me hice la desentendida. Se desesperó con mi estupidez y me dijo …Me deja dinero para el bus?. (aich) No tengo, se lo juro. Se puso de pie y se fue con su olor y su convicción a contarle a su familia que había visto una caja de supermercado en las rodillas de una señorita muy tacaña, sentada en la banca de un andén:


Era una de las de La Compra,
y o - s é,
y no me quiso dejar dinero para el Bus…
Mira que hay tacaños en este mundo

(Ésta debió ser su versión).