busetizando
En bogotá existen varias formas de transportarse. La favorita de las clases media y alta es el carro particular. Prefieren colapsar la ciudad antes que compartir espacios cerrados con otras personas. Pero hay otras varias. La bici, el transmilenio (único sistema público de transporte organizado -que necesita un chute de hormonas de crecimiento porque se quedó enano frente a la cantidad de usuarios que lo prefieren), o las famosísimas busetas que son como unos buses de talla menor, que funcionan de acuerdo con el carácter de su conductor y la vista aguda de su ayudante.
Si el primero está más o menos cabreado con la vida, pone en juego la integridad de pasajeros, peatones y demás coches con cada maniobra para recoger a cualquiera que en una acera levante la mano, siempre que el segundo le avise uno o dos segundos antes de dejar al potencial pasajero atrás. Son como unos taxis gigantes colectivos y adornados en cristales y silletería con el mejor arte urbano que uno pueda imaginar, sacro o profano, fantástico o hiperrealista..
Una vez está uno dentro de una buseta pueden pasar muchas cosas. La mejor, la que siempre espero, es el chance de disfrutar un poco de espectáculo. El arte callejero se busetizó hace años. Hay guitarristas de muchas regiones del país, poetas casi siempre tristones e inacabados, actores de teatro, mimos expertísimos en sonrojar chicas y deseperar a telefonoadictos, cuenteros de los mejores, enfermos sin recursos que exponen sus diagnósticos médicos con tanto histrionismo que hacen parte del reparto, exconvictos que aprendieron a cantar a capela en sus años de prisión, hasta hombres orquesta que -a pesar de los volantazos en látigo del busetero- pueden tenerse en pie y tocar afinado una armadura instrumental compuesta de tambores, panderetas, dulzaina, marimba y acordeón. He visto muchos buspectáculos, y siempre disfruto y pago por el privilegio de haber tenido un ratito de talento (o de esfuerzo).
Pero la ruleta del destino me soprendió ayer. Subieron a mi buseta dos hermanos. Uno tendría 10 años y el otro escasos 5 y un metro de estatura, calveado por un "ataque de piojos" -me dijo-. El menor sacó del bolsillo de su pantalón una pagina doblada en ocho partes, con pegatinas pequeñísimas de caritas felices púrpuras. El mayor superó el ruido del motor de la buseta y anunció su intervención con dos frases perfectas: "Perdonen que los interrumpa. Mi hermanito pasará entregándoles unas caritas muy especiales sin ningún costo distinto al que quieran darle ustedes con una o dos monedas que tengan a la mano", Mientras tanto el hermanito empezó la primera escena de la obra: pasaba pegando las caritas (más pequeñas que una moneda de cincuenta pesos) con todas sus fuerzas sobre brazos, antebrazos, piernas, tetas o cuellos según le diera su estatura e impulso. Enseguida, de un morral que llevaba a la espalda, el mayor sacó un artefacto verde pastel. Era una especie de grabadora - bafle con un botón negro en un extremo que apretó e hizo sonar una pieza de pop romántico en alguna lengua balcánica. Cuando la cantante cesó su trabalenguas, siguió la música y empezaron ellos dos a cantar y bailar -perfectamente coordinados- un rap de unos tres minutos que acababa proclamando "no-nos-gusta-el-reguetón que trata a la-mujeres como chi-ca-baratas, por eso preferimos venir a improvisar y a esa grosería po-ner-le la tapa".
El público frenético aplaudía y esculcaba bolsos y bolsillos para premiar a dos niños en edad de escolarización, que por la hora podrían haber salido ya de sus escuelas para dedicar la tarde a busetizar su talento para asegurar el pan y la leche del día siguiente.