viernes, octubre 24, 2014

Ciudadanos: brigadas para una transición con futuro




Fuera del Paraíso, hay que ser ciudadano activo

… La comunidad representa el tipo de mundo al que por desgracia no podemos acceder, pero que deseamos con todas nuestras fuerzas habitar y del que esperamos volver a tomar posesión
Zygmunt Bauman (2003)
Comunidad


En la mitología griega y en las explicaciones católicas sobre la suerte de la humanidad están las grandes claves que permiten entender por qué ser ciudadano implica una condición de conciencia y responsabilidad que, a su vez, constituye un punto de no retorno.

Tánatos, que era el hijo de Zeus y Plutón y tenía tan buenas relaciones con los dioses que estaba permanentemente invitado a comer en su mesa, cometió un crimen que jamás le sería perdonado.  Robó algo de ambrosía y la repartió entre sus amigos mortales, a quienes, además, reveló secretos de los dioses.  Ambos tesoros (ambrosía y conocimiento) estaban vedados a los mortales y sólo podían ser gozados por los dioses como parte de sus dones exclusivos: de ambos elementos dependía directamente el poder del Olimpo.

El castigo fue ejemplar: quedó para siempre sumergido hasta el cuello en un río con un racimo de jugosas frutas sobre su cabeza. Cada vez que necesitaba beber agua para calmar la sed, el agua se retiraba conforme su cabeza se acercaba a ella; y cuando iba a coger algo de fruta para saciar el hambre la rama se apartaba hasta quedar fuera de su alcance[1].

El mensaje de este mito es claro: uno no puede ser inconsciente y despreocupadamente feliz sino mientras conserva la inocencia...  Es decir, puede ser feliz mientras no tome conciencia de cada cosa a la que debe la felicidad, mientras no intente controlar cada uno de esos elementos sino que permita que le sean dados en la medida en que alguien más lo decida.

Y en esto coincide también el dios judío, como queda explicado con la historia de Adán y Eva. El castigo que sufren ellos por comer del árbol del conocimiento fue la expulsión de un paraíso que era tal porque en él podían vivir sin tener que preocuparse por hacer elecciones de las que dependiera su felicidad o infelicidad[2].  Por eso el castigo eterno supuso la imposibilidad de volver, pues no habría sudor en la frente ni trabajo propio capaz de reconquistar ese estado de ingenua felicidad.

Pues bien, aunque parece un inicio dramático capaz de enlodar toda euforia por los sistemas actuales de convivencia, lo cierto es que los mitos son muy útiles para explicar asuntos complejos.  Tanto Tánatos como Adán y Eva, después de abandonar el estado de inconsciencia que les permitía una felicidad plena, quedarían sumidos en el mundo de las decisiones, en donde el destino propio sólo depende de las decisiones y actuaciones propias (individuales o colectivas) y no del capricho de los dioses.

Eso, más o menos, significa asumir la ciudadanía en un contexto democrático: ningún ciudadano puede desentenderse de sus destinos en ninguno de los dos escenarios de la vida social: ni en el escenario político, ni en el personal que está inevitablemente atado a la suerte colectiva definida en el político.  

La asunción responsable de la ciudadanía trae consigo el deber de conocer, de tomar parte, de implicarse, de controlar y exigir. Porque son esas las decisiones que corresponden a los individuos en toda democracia. En efecto, las decisiones sobre la felicidad o el destino de los pueblos están en manos de los pueblos mismos, que formulan mandatos a sus gobernantes para que representen y protejan sus interese, cerrándoles el paso hacia el poder divino de decidir sobre sus vidas. Es, sin duda, una carga de responsabilidad que no admite ingenuidad y que, por eso, significa un punto de no retorno a la cómoda dependencia e irresponsabilidad de la minoría de edad.

Algunos dirán que la democracia tiene como costo la felicidad de sus ciudadanos. Es posible afirmar que, puede ser más ingenuamente feliz quién no ha conocido la libertad  y en esa medida tampoco la responsabilidad de decidir sobre sí mismo como primer garante de su esfera vital.  Y no es una figura imaginaria: en el mundo hay masas considerables de no-sujetos felices y alienados.

En efecto, los mejores productores en masa de proto-ciudadanos  son los regímenes opacos y opresores, que sacrifican la libertad a cambio de promesas de seguridad. Estos regímenes son máquinas perfectas de ocultación de información, alienación de voluntades, y aniquilamiento de autonomías.  A pesar de eso, con frecuencia conquistan la aceptación de sus pueblos porque venden el miedo, y luego se presentan como los únicos capaces de ofrecer niveles mínimos de comodidad y seguridad[3] a costa de una larga serie de privaciones de cuya eficacia depende la vigencia de la inconsciencia colectiva.

Hay que preferir la democracia auténtica. No porque sea un sistema perfecto, o que se acerque a serlo, sino porque no hay otro aún que sea más compatible con la protección de los derechos humanos[4]. Pero igual que la historia, los derechos y la democracia no operan de manera espontánea y naturalmente progresiva… su pervivencia y correcta adecuación dependerá, justamente, de la activa intervención de los ciudadanos.

En efecto, las dinámicas del mundo no son automáticas. Hay siempre agentes, intereses y razones tras los eventos y los fenómenos, sean éstos sociales, políticos, económicos o naturales, sean globales, nacionales, locales o deslocalizados.  Y uno de los agentes definitivos es el ciudadano como parte de la comunidad social (no como átomo aislado de los demás), cuya pasividad juega tanto y tan determinantemente como su actividad.

Es cierto que la obsesión por la modernización ha llevado a la mayoría de Estados a ceder ante otras fuerzas que desplazan las lógicas democráticas y de los derechos. En ese contexto tiene razón el profesor Bauman cuando afirma que el mundo ha desarrollado dos inmensas industrias:

Una de esas industrias es la del orden, que sólo puede conseguirse a fuerza de producir desechos humanos de forma masiva, formados por los que no se adaptan, por los excluidos del reino de la sociedad cabal y ordenada, es decir “normal”. La otra industria, llamada “progreso económico” regurgita  grandes cantidades de sobras humanas: seres humanos para los cuales no hay lugar en la “economía”, que no tienen ningún papel útil que desempeñar y ninguna oportunidad de ganarse la vida, al menos de hacerlo de acuerdo con lo que se considera legal, se recomienda o simplemente se tolera[5]
(Y) los Estados actuales  son incapaces de prometer (y/o no quieren prometer) a sus ciudadanos seguridad existencial (“el derecho a vivir en paz”, de acuerdo con la célebre expresión de Franklin Delano Roosevelt). Disfrutar de la seguridad existencial, obtener y mantener un lugar digno en la sociedad humana y evitar la amenaza de la exclusión, son cosas que en la actualidad corren por cuenta de las capacidades y los recursos de cada individuo.

De hecho, el Estado Social de Derecho ha sido la apuesta más dura  de la historia jurídica y política del mundo, para enfrentar esas industrias, obligando la progresiva retirada y la posterior eliminación de las prácticas de exclusión social.  Pero el propio Estado Social está siendo desmantelado[6] ante los ojos de todos.

Ante estas advertencias hay dos opciones: la indignación infinitamente paciente, o el ejercicio activo de la ciudadanía para reparar la democracia que ya nos fue dada y que ha ido perdiendo aristas por los permanentes choques contra versiones antisociales de sistemas económicos, o contra dinámicas perversas de algunos núcleos de poder.




A empuñar los derechos
 





Angelus Novus (Paul Klee)
El Ángel de la Historia
(W.Benjamin)

Su faz está vuelta al pasado. Lo que a nosotros nos parece una cadena de acontecimientos, él lo ve como una única catástrofe que amontona incesantemente ruina sobre ruina, arrojándosela ante los pies. Él querría detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero desde el Paraíso sopla una tempestad que atrapa sus alas y que es tan fuerte que ya no le deja cerrarlas. Esta tempestad le arrastra constantemente hacia el futuro, al que le da la espalda, mientras que el montón de ruinas que tiene ante él crece hasta el cielo.

Walter Benjamin (1940)
Tesis sobre la filosofía de la historia
Tesis IX


Las tesis sobre la historia de W. Benjamin interpelan con especial agudeza la realidad colombiana: la historia no es lineal ni acumulativa, y lo que hace que el hombre se mueva hacia el futuro generando cambios históricos es la necesidad de huir de los cadáveres esparcidos por los campos de batalla del pasado[7].

Por eso, el Ángel de la Historia mira hacia atrás, para no olvidar que es mejor seguir hacia el futuro aunque no tenga claro -en absoluto- que el progreso no vaya a traer otros imprevistos y motivos de preocupación.  Ese Ángel siempre sigue, no se detiene porque aún no encuentra nada suficientemente perfecto como para fijar su mirada y suspender los cambios históricos que otros leen después como evolución.

La Transición colombiana que se forja desde ahora, se parece mucho a este Ángel de la Historia porque responde a la convicción colectiva de que debemos huir, frenéticamente si hace falta, de nuestro pasado de horrores y guerras. Pero se diferencia de él en que sus agentes habrán de ser activos: ciudadanos en ejercicio de sus derechos, los mismos que fueron conquistados con la disciplina de las luchas sociales de reconocimiento y que ahora deben ser resucitados de una larga agonía, mediante luchas diferentes. Puede que baste por ahora con los derechos reconocidos, pero no es suficiente (ni medianamente) su nivel de satisfacción. 

Por discutible y debatido que sea el concepto de “progreso”, aquí sí se puede afirmar que aquél hacia el que nos movemos en esta transición, debe ser uno forjado a punta del ejercicio activo de los derechos, de la fuerza de la exigencia mediante una democracia militante que descarte igual la queja pasiva que la autotutela violenta.

La principal responsabilidad ciudadana en la transición consistirá, entonces, en asegurar que ésta sea sólo una etapa, que empiece siendo una transición y termine consolidando un Estado de Derecho en toda regla. Esa meta sólo podrá alcanzarse si los ciudadanos toman posesión de su condición, se liberan del sometimiento y la voluntad ajena (armada o impuesta por otras vías arbitrarias)  y asumen conscientemente la importancia de ejercer activamente sus derechos, especialmente aquellos que le ha han sido negados y violados sistemáticamente.

La ciudadanía que agencie y conduzca esta transición deberá ejercer con mucha disciplina sus derechos políticos, a la libertad de expresión y todas las formas posibles de participación.  Estos derechos no sólo son fundamentales para demandar respuestas políticas oportunas y adecuadas, sino que también son esenciales para la propia formulación de las necesidades económicas y sociales que se reivindican[8].

De hecho, en 1990 y 1991, cuando también recorrimos los caminos de una transición sellada mediante la expedición de la Constitución Política de ese último año, se apostó por fortalecer y profundizar la democracia participativa.  Esa apuesta quedó plasmada en la Constitución como un mandato  general de extender la democracia en distintas dimensiones: ampliar su espectro electoral, irrumpir en los demás procesos públicos y sociales de adopción de decisiones y modelar aquellos en los que se concentren poderes que interesen a la comunidad  por la influencia que puedan tener en su vida social y personal

Como se intuye, pues, esta transición de la guerra a la paz no es la única que se avecina. Se acompañará de otras transiciones en distintos campos de la vida social y económica del país. De ellas, la más importante será la transición hacia esa consciencia democrática de la ciudadanía.  No se trata de que el peso de reparar la fracturada nación colombiana caiga sobre los hombros de los ciudadanos para liberar al Establecimiento de su responsabilidad. No. Y de hecho la Corte Constitucional desde muy pronto entendió esta preocupación y la despejo con claridad:

La democratización del Estado y de la sociedad que prescribe la Constitución no es independiente de un progresivo y constante esfuerzo de construcción histórica que compromete a los colombianos –en mayor grado, desde luego a las instituciones públicas y a los sujetos privados que detentan posiciones de poder social o político- y de cuyo resultado se derivará la mayor o menor legitimidad de las instituciones, no menos que la vigencia material de la Carta y la consecución y consolidación de la paz pública[9].

Se trata, entonces, de recuperar la razón republicana del Estado: el ejercicio de los derechos, la participación directa en el poder y el control de los resultados que se esperan razonadamente de quienes son investidos como representantes de las mayorías.

Se trata de asimilar que después de cinco décadas de guerra, el Estado colombiano está agrietado, que amenaza ruina y que es tiempo de volver a levantarlo. Se trata de tomar consciencia de que si queremos un futuro menos dramático que nuestro pasado, si queremos que el Estado sea fuerte y capaz de incluir a todos sus pobladores, si queremos que el cúmulo de tragedia sea reemplazado por la sensación de paz pública, no queda más remedio que participar en esa obra colectiva. Ejerciendo la ciudadanía, exigiendo al Estado, educándolo, refundándolo.

Por eso, todos los colombianos tendríamos que suscribir esta afirmación de la Corte Constitucional:
El principio de participación democrática necesita un modelo de comportamiento social y político fundamentado en los principios del pluralismo, la tolerancia, la protección de los derechos y libertades así como en una gran responsabilidad de los ciudadanos en la definición del destino colectivo[10]

 Suscribirla sí, pero ejecutarla también y sobre todo.




[1] Por eso cuando alguien ha estado a punto de conseguir algo que ha buscado con mucho esmero y su éxito se frustra cuando más cerca estuvo de alcanzarlo, se dice popularmente que padeció el suplicio de Tántalo.
[2] Esta interpretación y un análisis muy concienzudo sobre su relación con la noción de comunidad, en Zygmunt Bauman (2003), Comunidad. En busca de seguridad en un mundo hostil,  Siglo XXI de España Editores, Madrid
[3] Para una explicación sobre cómo funciona el miedo y el desmantelamiento del Estado Social de derecho ver,  Zygmunt Bauman (2010),  El tiempo apremia. Conversaciones con Citali Rovirosa Madrazo¸ Arcadia, Barcelona
[4] En ese sentido ver Flavia  Piovesan (2004), “Los retos de la sociedad civil en la defensa de los derechos, económicos, sociales y culturales”,  en  Revista IIDH 40 Julio-Diciembre
[5] Zygmunt Bauman (2010),  El tiempo apremia, Op. Cit,   P 127.
[6] Zygmunt Bauman (2010),  El tiempo apremia, Op. Cit,   P 127.
 [7] Zygmunt Bauman (2003), Comunidad. En busca de seguridad en un mundo hostil, Op Cit[8] Amartya Senm (2003), Prólogo al libro  Patholgies of power de Paul Farmer, Berkely, University of California Press, Oakland.
 [9] Corte Constitucional, Sentencia C-089 de 1994
[10] Corte Constitucional, Sentencia C-180 de 1994

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