guacal
En Bogotá, ciudad enloquecida
como ninguna, me muevo en bicicleta. Quienes hemos optado por esa forma de
vivir la movilidad tenemos grandes ventajas. De todas ellas la que a mí más me
motiva es que la bicicleta no tiene ventanillas, ni puertas, ni bloqueos o
alarmas que impidan el contacto con la calle.
Bogotá es una ciudad altiva,
casquivana, desordenada, sin disciplina.
Nadie ha domado jamás a esta bestia que tiene tanto de fantasía y
esperanza, como de purgatorio y desesperación.
Por eso me gusta. Y por eso
prefiero recorrerla cada día en bicicleta.
Como los bogotanos de carro son
individualistas militantes y radicales, incapaces de asumir el mundo exterior
con normalidad, la bicicleta trae consigo el riesgo de hacerse invisible para
varios miles de potenciales homicidas culposos.
Por eso, en los cruces peligrosos, somos muchos los que buscamos
compañía, y a veces nos movemos como un cardumen de ciclistas urbanos de las
más variadas estirpes.
Otras veces, me escudo detrás de
esas inmensas carretas de madera tiradas por un reciclador que carga pilas
perfectas de cajas de cartón o de guacales ya utilizados. Una de esas veces, vi que con la carreta iban
dos perros muy simpáticos. Uno iba tumbado con los guacales sacando el hocico
como si fuera en un recorrido turístico. Y el otro iba al lado de su amo
caminando a su paso. El reciclador se
paró justo después del cruce y yo tuve que hacer lo mismo detrás de él.
Le pregunté si los dos perritos
eran suyos. Me contó que la perra que
iba echada como una reina era muy hambrienta y perezosa, y que la otra lo acompañaba
siempre andando y hasta ya sabía encontrar guacales por ahí. Que le avisaba
donde estaban. Esa conversación fue la
disculpa para una visita de más de una hora en la que me contó su vida.
El hombre, de aproximadamente
treinta años según me dijo, había sido Cabo del ejército. Esa semana celebraba
en soledad que a sus compañeros los estaban ascendiendo al grado de Cabo
Segundo. Él, mientras tanto, se dedica
al negocio independiente de vender a
unos doscientos pesos cada guacal grande y a cerca de ciento cincuenta cada uno
de los pequeños. Así, se hace aproximadamente cincuenta mil pesos semanales en
promedio y dice que vive bien.
Ya siendo Cabo, en su época de
militar activo, lo mandaron a Nariño. En
ese tiempo conoció a un personaje que le enseñó el negocio al que se dedicaría
en adelante: después de los ejercicios de tiro quedaba munición por ahí perdida
o en desorden que se podía recuperar para hacerse unos pesitos vendiéndola al
mejor postor.
El hombre aprendió el negocio. Su
amigo lo puso en contacto con distintos clientes.
Unas veces eran de la guerrilla, y otras veces eran paramilitares. Él no sabía ni le importaba de qué frente
eran ni si utilizarían la munición contra él mismo. Su finalidad era el ahorro. Tener platica
para tomarse unas cervezas los días de descanso, y poder invitar a alguna
muchacha a pasar el rato.
Al final, encontró un
distribuidor que le compraba el material. Ganaba mejor que vendiendo
directamente a los actores armados, y además así él no tenía que verse con esa
gente. Que siempre era medio miedoso. Ese
distribuidor también era militar, y era el complemento perfecto para el
negocio.
El reparto de cargas para ese
trabajo era claro. Uno de los que estaba
en la movida recogía el material y lo metía en alguna caja o bolsa para
guardarlo. Otro lo escondía en su
habitación y lo entregaba al distribuidor.
El distribuidor pagaba por adelantado y era el que entregaba la munición
al cliente final.
Un día antes de sus vacaciones,
el Cabo escondió el material en su habitación y lo dejó ahí bajo llave. Salió por la noche a tomar unas cervezas porque
era domingo. En el sitio de la cerveza se encontró con el distribuidor y
pactaron el negocio. Pero el Cabo le
entregaría el material después de vacaciones, porque ya en ese momento no había
cómo hacer el cruce. En todo caso,
para asegurarse el cliente, el Cabo le explicó que tenía todo a buen resguardo.
El Cabo salió feliz el lunes a
vacaciones y se fue al odontólogo, porque estaba en el programa de operación
sonrisa y tenía el último control antes de irse a su ciudad natal. Cuando estaba en la sala de espera lo
llamaron al celular y le dijeron que se presentara. Él dijo que estaba en
vacaciones, que cualquier cosa la arreglaba a la vuelta. Media hora después llegaron al consultorio
odontológico y lo llevaron preso. Su
distribuidor lo había delatado.
Según cuenta, salió de prisión
porque no le imputaron el delito formalmente en el tiempo debido y el abogado
de oficio lo sacó. Ahí la historia se
vuelve culebrera. Según dice, fue a un batallón de reclutamiento en Bogotá,
porque ahí trabajaba un Mayor que lo tenía en buen concepto. Pero la visita le
salió mal. Su amigo no estaba y lo recibió alguien que le cantó las siete tablas
y lo sacó de patitas a la calle. Según
él, fue ahí que le retuvieron su cédula de ciudadanía y nunca más la volvió a
ver.
Él dice que es feliz
indocumentado. Que le gusta que nadie
sepa quién es. Pero le preocupa que sin
cédula no lo atienden en ningún centro médico.
Para completar, el ex Cabo tiene leishmaniasis. En el ejército había superado el primer ciclo
de tratamientos y sus llagas habían desaparecido. Él, un consumidor de
marihuana de toda la vida, cree que las heridas se curaron gracias a su propia
terapia, que consistía en dejar el cigarrillo cerca de la herida después de
cada copio y soplarse el humo sobre
ella.
La percepción de su propia
historia me impresionó mucho. El problema no era que se hubiese visto envuelto
en un negocio de venta de munición oficial a actores irregulares. Incluso su
padecimiento por las nuevas fístulas y llagas que le martirizan, y el
agotamiento causado por la enfermedad que le impide hacer fuerza y “rendir
bien” en su trabajo, son preocupaciones secundarias. El problema que le quitaba el sueño es que lo
habían llevado preso estando en el odontólogo, que ese no era un sitio para
detener a nadie y que él nunca ha entendido bien por qué lo encerraron.
Él quería que yo lo ayudara. Me contó todo eso porque me preguntó yo que
profesión tenía y a qué me dedicaba. Y
yo sólo podía decirle que lo único importante era no morirse de leishmaniasis
en su casa. Lograr que lo atendieran en alguna parte. Pero a él eso le parecía
un tema menor. Intenté explicarle que los delitos por los que estaba
investigado eran de mucha entidad, que lo de “tumbar ese proceso” no era tan
fácil como él se imaginaba, que lo que había hecho era grave, que se había
metido en un problema mayor. Intenté hacerle entender que yo no era
penalista. Lo remití al consultorio
jurídico de la universidad –en donde al otro día lo dejé recomendado por si
iba- con la doble certeza de que no aparecería y de que en cualquier caso todos
se escandalizarían y no harían nada por él.
Mientras comíamos en el bordillo
de la acera un sánduche que nos vendieron en un carrito de comidas, lo oía con
atención. Me parecía estar con la encarnación de la Colombia secreta. La
Colombia que tiene como madre a la guerra y como padre a la miseria. Él es lo
que hemos parido todos, es el vértigo de la estrechez de futuro con que viven
nuestros jóvenes. Él es el espejo de la conciencia colectiva del rebusque, del qué le vamos a hacer, del deje
así. Él es la confusión y el caos de
nuestra historia.
Y seguramente es uno, sólo uno,
de tantos colombianos que han alimentado las armas que escupen muerte y
desesperanza. Él lo hizo por el rebusque,
por la opacidad de horizontes, por la ceguera de la inmediatez, por
inconsciencia, por deshonestidad, por ser un desnortado. Por lo que sea. Pero
él es uno. Uno de abajo que –torpe- le
daba balas al otro que un día le iba a llenar de plomo el espinazo. Pero insisto, es uno de tantos.
Mientras comíamos y lo escuchaba,
pensaba en los demás que también desde arriba han alimentado a esta guerra
monstruosa paridora de desesperanzados, de condenados. Pensaba en esos que no
están recogiendo cajas en la calle. Que nunca van a conocer a este chico
arruinado, errante. Que no querrán saber que él existe, y mucho menos que no es
un caso aislado, sino que es un prototípico agente multiplicador –y víctima-
del Error colombiano.
Este joven es una foto fija de la
Colombia que nadie quiere ver. Él es la suerte social de todos los invisibles. Él es la Colombia para la que nadie está
preparado; la que va a despertarnos cada mañana con sus contradicciones,
haciendo que el tan deseado posconflicto parezca un fantasma aterrado.
Después de comer ese algo con él, nos despedimos. Me monté en
la bici, y un poco más adelante me volví para decirle adiós con la mano. Ya no me miraba, pero yo pude verlo de nuevo.
Vi como cargaba esa carreta y todo su pasado a cuestas. Y vi clarísimo que él es el retrato de lo que
será nuestra transición.
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