HURTO
No tengo internet en casa. O, mejor dicho, no tengo chance para el hurto famélico electrónico, porque algún vigilante-hacker con glándulas de la sensibilidad-industrial hiperquinéticas e hiperestimuladas, me bloqueó el acceso a las redes inalámbricas que se colaban cómodamente en un lado de nuestra mini-mesa de comedor. El hacker guardián, para evitar el tipo penal continuado, implantó algún ofendículo rudísimo que, ahora, me obliga a salir de casa en busca de redes flotantes en los andenes.
He descubierto un par de esquinas con sombra y banquitas en las que puedo cometer mi hurto famélico con comodidad –en invierno otro gallo cantará-.
Fui a una de esas esquinas y desenfundé mi computador. Lo puse sobre las piernas y compartí con “Rosario” su señal –sin que ella se diera cuenta y sin privarla del servicio o desmejorar su calidad; por eso, sigo sin enteder por qué carajos llaman a eso robar. Si acaso gorriar, digo yo-.
Ahí estaba, conectada a mis audífonos que me cantaban porros y vallenatos en versión i-pod (esas vainas que le dan a uno si vive lejos), cuando sentí un olor fortísimo. Volteé. La fuente: Una señora, rayando 80 navidades.
Sentadita a mi lado, me estaba hablando hacía rato, pero yo no la oía detrás de tanta tuba y acordeón. Cuando me quité los audifónos la vi mejor. Eso me pasa con frecuencia (que veo peor con los audífonos puestos).
Era rellenita, canosa, de cara redonda, y bastante más bajita que yo. Tenía un vestido blanco amarillento, de falda abombada, y unas alpargatas de tela –raídas- que lucía con gracia.
A mi lado tenía las piernas, regordetas y muy blancas, estiradas hasta el andén. Estaba sentada en el borde de la banca, como si tuviera prisa. Parecía que el calor iba a reventar todas sus venas varices. Ponerse cómoda no le interesaba, pero estaba calmadísima y la curiosidad la mataba.
Primero me dijo que si le dejaba dinero para el bus. Cuando le dije que no tenía ni una moneda (lo juro, no tenía) me habló de lo que de verdad la motivó a sentarse conmigo: -miró fijamente mi computador y arrancó- Que qué era eso, que se parecía a lo que usaban las niñas de la compra cuando ella pagaba, que si era lo mismo, que si era para manejar y guardar el dinero, que si le dejaba algo para el bus –ella hiló fino-. Sonrió. En el lugar del canino inferior izquierdo tenía un muñoncito marrón que la hacía ver más dulce aún.
Yo le explique. Le dije que no, que sí era parecido a lo que tienen las señoritas de La Compra pero que no era igual.
Le juré que no era para manejar el dinero pero ella seguía desconfiando, ella sabía –s a b í a- que en alguna parte estaba la plata.
Yo le expliqué que los computadores, “o sea esto”, eran para escribir y que uno podía hacer varias cosas en ellos, porque eran unas maquinas que tenían programas para facilitar lo que antes hacía la gente con más esfuerzo y gastando más tiempo.
No me creyó nada.
Mascullo “programas!” (maldita limitación lingüística del progreso, no pude reemplazar esa palabra por una que no pareciera inventada!) qué es eso, no sé, yo no entiendo. N o c r e o. A mí me parece que es de los mismos de la compra. Antes yo iba a la Compra y no había tantas tontadas, boberías de esas, como ahora.
Y yo insistí, que no, que es que este no es de los de la compra. Por su manera de mirarme, cualquiera diría que no se lo había mencionado antes. Con los ojos me pidió a gritos que la dejara jugar, tocar, presionar botones. Pero no sé qué diablo avaro se apoderó de mí: Hice caso omiso de su señal. Supuse que ella no sería capaz de pedírmelo expresamente y aún así, no dije ni mú.
No se lo presté. Pudo ser porque todavía yo creía que ella buscaría o rompería cualquier parte del ordenador hasta que saliera el dinero de la caja. No me ovidaba aún de que ella s a b í a que ahí había billetes o, en el peor de los casos, monedas.
Nos quedamos calladas. Fue incómodo porque yo sabía que ella quería jugar y me hice la desentendida. Se desesperó con mi estupidez y me dijo …Me deja dinero para el bus?. (aich) No tengo, se lo juro. Se puso de pie y se fue con su olor y su convicción a contarle a su familia que había visto una caja de supermercado en las rodillas de una señorita muy tacaña, sentada en la banca de un andén:
Era una de las de La Compra,
y o - s é,
y no me quiso dejar dinero para el Bus…
Mira que hay tacaños en este mundo
(Ésta debió ser su versión).
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